domingo, 30 de junio de 2013

HUMILDES PLACERES PORTEÑOS

El rastro de chocolate fundido me lleva encantada al reino de la introspección, el que más disfruto, el que más visito: la cuna de adentro.
Los murmullos de hojas que jamás morirán por el cambio de estación, arrulladas por letanías de párrafos rezados por los dedos, me sumergen en el paisaje cálido y cómodo, del hogar de madera y cuero. 
Mientras inspiro profundo, el grano de café con tintineos, interpreto lentamente la música del hierro forjado de las fachadas porteñas, salpicados con bemoles de bronce, creando una sinfonía única y propia, en el centro de mi privado mozarteum. 
De inmediato la sonrisa, única respuesta posible. Como si pudiera evitarla... 
Los palomares coloniales destilan el silencio contemplativo de la tarde de invierno, arrebujadas en tallas simétricas y firuletes del renacimiento. El relax del domingo, con fiaca y rebeldía de tener que morir a los pies de la nueva semana, me clava la mirada con ironía implacable, muy a pesar mío.
Suspiro. 
En grande, lleno y profundo como si pudiera hundirme en el quieto estado de trance, en el que me sumergen  los escalones al paraíso único que sólo volamos los locos inmersos en diferentes universos, nacidos de una sola mente y diseminados en miles de originales pensamientos.
La sonrisa que revela mis sentidos embriagados de tanto libar la excelencia, degustando eximios hasta el mismo éxtasis. Es el placer de los humildes que beben con la necesidad y certeza absoluta de correr el riesgo de aprender más, quedando siempre sedientos.
Idiomas diversos, pero que en el refugio del alma se atesoran, se comprenden, con la devoción debida a todo maestro.
El pensamiento infinito, se alumbra con las mismas estrellas goteantes de oro y sabiduría, caminante incesante de baldosas de barro y excremento, de inseguras seguridades, de caminos de hojas amarillentas, de decires sabios sin edades; pero todo, el reflejo de un sólo espejo: ARTE ERUDITO. Regalar mi sonrisa danzante, a los fantasmas huidizos detrás del vidrio, por el simple hecho de ser millonaria poseedora de tales bienes.
Cartones rodantes en las manos llenas de frío y el negro teñido de amarillo de los viajantes que llevan a destino, de paz o fatalidades y desencuentros, asoman por las ventanas de mis ojos y se posan en las serenidades de mis recuerdos.
El brillo que me devuelve el cristal en la comodidad agazapada de mi deleite dibujando un día inmóvil en el viejo Buenos Aires; la reflexiva visión esmeralda que me saluda desde la galera de mis adentros, flotando en la esquina que inventó el encuentro.












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